El árbol que no sabía quién era
En un lugar que podría ser cualquier lugar, y en un tiempo que podría ser cualquier tiempo, existió un exuberante jardín en el que plantas y árboles de todo tipo crecían por doquier. Allí se podían ver manzanos, perales, naranjos, rosales … En aquel jardín reinaba la alegría. Todas las plantas y árboles estaban satisfechos y felices. Todos excepto un árbol que se sentía profundamente triste, porque, aunque sus ramas eran grandes y verdes, no daban flores ni frutas. Crecía más despacio que los otros. Pensó que tal vez tardaría un poco más en florecer, pero que de todos modos lo haría. Por eso esperó pacientemente, pero nada sucedía. Transcurrió más de un año y seguía casi igual que al comienzo. Tenía un tallo cada vez más fuerte, hojas y ramas, pero no aparecía ninguna flor y mucho menos un fruto.
El rosal, que era muy amigable, quiso darle un consejo: “Mira directo al sol”, le dijo, “yo he mirado al sol directamente y ya ves cómo he florecido. Creo que eres un rosal y sólo te falta un poco más de luz y de calor para que florezcas”.
La planta lo escuchó y, a partir de entonces, todas las mañanas miraba al sol durante un largo rato. También intentaba estirarse para que sus rayos la alcanzaran mejor. Pero nada. Ninguna flor salía de sus ramas.
Fue entonces cuando intervino el manzano. “El rosal no sabe lo que dice”, afirmó. “En realidad, tú eres como yo, un manzano. Solamente necesitas absorber con más intensidad el agua. Verás cómo en poco tiempo no sólo vas a florecer, sino que darás también unos dulces frutos. Escucha lo que te digo, yo sé de qué hablo”.
La planta, que ya era un pequeño árbol, escuchó atentamente al manzano. Y pensó que podría tener razón. Así, cada vez que la regaban, absorbía la mayor cantidad posible de agua. Hacía un gran esfuerzo y no le importaba. Lo único que quería era dar frutos. Más que eso, ¡quería saber quién era! Y ser un manzano era algo que le atraía. Pasó un tiempo más y nada ocurría. El árbol no sabía quién era; ni daba rosas, ni daba manzanas … Eso le llenaba de aflicción. ¿Qué clase de árbol era si no era capaz de llenar de belleza y de aroma ese jardín? ¿Qué defecto tenía que resultaba incapaz de ser lo que era? En el fondo se sentía inferior a todos.
“Un árbol que no produce nada, tampoco sirve para nada”, se decía … Estaba sumido en la tristeza hasta que al jardín llegó un búho, el más sabio de las aves. Lo vio tan afligido que se posó en una de sus ramas y trató de entablar conversación. El árbol que no sabía quién era le contó los motivos de su tristeza. Entonces el búho le pidió permiso para inspeccionarlo detenidamente. El árbol accedió mientras todas las plantas observaban la escena con curiosidad.
Después de recorrerlo de arriba abajo, el búho nuevamente se posó en una de las ramas. “Ya sé lo que te ocurre”, dijo ante la expectativa de todos. “No eres ni un rosal, ni un manzano, ni nada por el estilo. Tú eres un roble y no tienes por qué florecer ni por qué dar frutos como otros. Tu destino es crecer hasta el cielo y convertirte en un árbol majestuoso. Serás nido de las aves, refugio de los viajeros y orgullo de este jardín.
Al escuchar al búho, todos quedaron asombrados. El árbol que no sabía quién era comprendió que se había equivocado al querer ser como los demás. El rosal y el manzano estaban un poco avergonzados. Querían ayudarle, pero no podían hacerlo porque el rosal pensaba como el rosal y el manzano como el manzano. Todos aprendieron la lección.
Y fue así como el jardín se convirtió en el más bello jamás visto, con el roble como parte fundamental.
Autor: Anónimo
Fuente: www.mestreacasa.gva.es
El Discípulo
El sheikh Junaid tenía un discípulo al que prefería sobre todos los demás, lo que incitó los celos de los otros discípulos; el sheikh, que conocía sus corazones, se dio cuenta de ello y les dijo: “Os es superior en cortesía y en inteligencia, hagamos una experimento para que vosotros también lo comprendáis”.
Junaid ordenó entonces que le trajeran veinte pájaros, y les dijo a los discípulos: “Que cada uno coja un pájaro, se lo lleve a un lugar en el que nadie lo vea, lo mate, y me lo traiga luego”.
Todos los discípulos se fueron, mataron los pájaros y los volvieron a traer. Todos … salvo el discípulo favorito, que le devolvió vivo el pájaro.
“¿Por qué no los has matado?”, preguntó Junaid. “Porque el maestro ha dicho que tenía que hacerse en el lugar donde nadie pudiese vernos”, respondió el discípulo. “Pues bien, en todas partes a donde he ido, Dios estaba mirando”.
“¿Veis su grado de entendimiento?, dijo Junaid. Entonces los discípulos pidieron perdón a Dios.
Autor: Farid-ud-Din Attar
Publicado en “Le Mémorial des Saints” - traducción de Pavet de Courteille (1889)