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LAS ARENAS: UNA PARÁBOLA SUFÍ

Un arroyo, desde su fuente en las montañas lejanas, pasando a través de todo tipo y descripción de paisajes, llegó por fin a las arenas del desierto. Al igual que había cruzado todas las demás barreras, el arroyo trató de cruzar ésta, pero se encontró con que tan rápido como corría por la arena, sus aguas desaparecían.

Sin embargo, estaba convencido de que su destino era cruzar este desierto y, aún así, no había manera. Entonces, una voz oculta procedente del mismo desierto, susurró: “El viento cruza el desierto, y también puede hacerlo el arroyo.”

El arroyo objetó que se estaba estrellando contra la arena y sólo quedaba absorbido: que el viento podía volar, y por eso podía cruzar el desierto.

“Si te precipitas por el camino acostumbrado, no podrás cruzar. Desaparecerás o te  convertirás en un pantano. Debes permitir que el viento te lleve, a tu destino.”

“¿Pero cómo puede ocurrir esto?”

“Dejándote absorber por el viento.”

Esta idea no era aceptable para el arroyo. Después de todo, nunca había sido absorbido antes. No quería perder su individualidad. Y, una vez perdida, ¿cómo iba a saber que se podría recuperar?

La arena le dijo: “El viento cumple esta función. Recoge el agua, la lleva por el desierto y luego la deja caer de nuevo. Al caer en forma de lluvia, el agua vuelve a convertirse en un río.”

“¿Cómo puedo saber que esto es cierto?”

“Es así, y si no lo crees, no podrás ser más que un cenagal, e incluso eso podría llevar muchos, muchos años; y ciertamente, no es lo mismo que un arroyo.”

“¿Pero no puedo continuar siendo el mismo arroyo que soy ahora?”

“No puedes en ningún caso permanecer así,” dijo el susurro. “Tu parte esencial es arrastrada y forma un arroyo de nuevo. Se te denomina lo que eres aún hoy, es porque no sabes qué parte de ti es la esencial.”

Al oír esto, empezaron a surgir ciertos ecos en los pensamientos del arroyo. Tenuemente, él recordó un estado en el que él -o alguna parte de él, ¿era así? - había estado sostenido en los brazos de un viento.

También recordó - ¿lo recordó? - que esto era lo que verdaderamente había que hacer, no necesariamente lo que era obvio.

Y el arroyo elevó su vapor a los acogedores brazos del viento, que lo transportó suave y fácilmente hacia arriba y hacia delante, dejándolo caer suavemente al llegar al techo de una montaña, a muchos, muchos kilómetros de distancia. Y como tenía sus dudas, el arroyo pudo recordar y grabar con más fuerza en su mente los detalles de la experiencia. Y reflexionó: “Sí, ahora he aprendido mi verdadera identidad.”

El arroyo estaba aprendiendo. Pero las arenas susurraron: “Lo sabemos porque lo vemos acontecer día tras día: y porque nosotras, las arenas, nos extendemos desde la orilla del río hasta la montaña. Y es por ello que se dice que el camino por el que la corriente de la vida debe continuar su viaje está escrito en las arenas.”

Fuente:
1. Tomado de los “Cuentos de los derviches” de Idries Shah (1924-1996). Este es un cuento de tradición oral que se ha escrito muchas veces, con ligeras variaciones.  Esta versión del cuento es de Awad Afifi el Tunecino, que murió en 1870.

 

El fruto del cielo

Había una vez una mujer que había oído hablar del fruto del cielo. Lo ansiaba.

Preguntó a un derviche, al que llamaremos Sabar: “¿Cómo puedo encontrar este fruto para alcanzar el conocimiento inmediato?”

“Lo mejor sería que estudiaras conmigo,” dijo el derviche. “Pero si no lo haces, tendrás que viajar decididamente y, a veces, sin descanso por todo el mundo."

Lo dejó y buscó a otro, a Arif el Sabio, y luego encontró a Hakim el Sabio; luego a Majzup el Loco, luego a Alim el Científico, y muchos más ...

Pasó treinta años en su búsqueda. Finalmente llegó a un jardín. Allí estaba el árbol del cielo y de sus ramas colgaba el brillante fruto del cielo. Junto al árbol estaba Sabar, el primer derviche.

“¿Por qué no me dijiste cuando nos conocimos que eras el custodio del fruto del cielo?”

“Porque entonces no me habrías creído. Además, el árbol sólo produce frutos una vez cada treinta años y treinta días.”

Autor anónimo
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